El río Lempa fertiliza el valle y serpentea plateado como escabulléndose silencioso entre los maizales. La planicie se estremece cuando la tormenta oscura se desparrama bendiciendo la tierra lista para parir millones de matitas de algodón. La brisa trae olor a tierra mojada y las hojas secas vuelan arrastradas para perderse en el monte vencidas de una vez por todas por el señor del valle: el viento. Las vacas saltan locas buscando el corral, los caballos relinchan y los perros, temerosos, se meten bajo los escombros de la vieja casona. ¡Está negro el cerro, está negro el cielo! …y nosotros en el patio:
“…que llueva, que llueva,
la virgen de la cueva,
los pajaritos cantan, la luna se levanta…”
Muchos truenos y relámpagos y nosotros cantando. Llueve a cántaros y las viejas tejas del rancho parecen que van a volar algunas y otras quebrarse. La noche cobija la Hacienda y la arrulla con cantos de sapos y de grillos. La quebrada corre furiosa hacia el rio y su pujante fuerza retumba en el ambiente. Más abajo, los lagartos reposan o sueñan mientras los zancudos zumban y pican enfurecidos a la peonada que cansada reposa en la vieja casona. Las hamacas rechinan al mecerse. Allí, agazapado, el silencio es cómplice.
Llueve, y cuando llueve hay quietud en el mundo mágico del campo: no sale la Sihuanaba en el monte ni el Cipitío ni la Carreta Bruja. Están escondidos en algún lugar del valle pasando la noche lluviosa. Y la noche oscura se extiende desde las entrañas de la mágica montaña hasta que el lucero de la mañana anuncia el amanecer. La vida empieza a moverse, de nuevo, en la Hacienda: ¡Carmela, Carmela, Lica, Pinta, Chabela! grita el corralero llamando a sus vacas para ordeñarlas y la leche fluye y espumea y se va para la ciudad. En la cocina se oye el andar de las mujeres: la Juana Castro y sus hijas que han encendido candiles y hornillas y comienzan a hacer las tortillas. Más tarde vienen las mujeres a trabajar en el campo y también se acercan los peones con la cuma en la mano a ganar los tres pesos que paga el patrón. Es esa gente, mi gente, la que está sembrando, abonando, deshijando, chapodando, sufriendo y sudando, ganando tres pesos al día.
¡Levántese haragán vaya pa’la escuela! –dice mi mamá firme pero cariñosa. Y la escuela a catorce kilómetros cuesta arriba, a pié, y apenas voy a Segundo grado…Y otra vez el juego brota en mi vida y en la de mis compañeros, tomados de la mano:
“Qué es ese ruido que pasa por aquí?
De día y de noche no nos deja dormir.
Que somos los estudiantes que venimos de estudiar,
por una capillita de la virgen del pilar”
El invierno pasa y el verano llega levantando nubes de polvo en el valle; la tierra se vuelve reseca y dura como las piedras y la planicie se blanquea como dicen que es la nieve en otros lados: ¡Ya está el algodón reventando y explota en millones de bombitas blancas que cubren el valle! Triste alegría la nuestra, blanca y pura como el algodón.
Y el cálido anochecer del verano, al amparo de la luna, de nuevo nos hacía cantar:
“…allá en la fuente, había un chorrito,
se hacía grandote, se hacía chiquito
estaba de mal humor, pobre chorrito tenía calor”.
Ya viene la gente a la corta del algodón. Vienen de todos los valles, de Oriente y de Occidente. Traen sus cipotes, traen sus petates…traen su hambre…arrastran su pobreza.
La luna, cual diosa de plata en el campo, aparece entera sobre la planicie; brilla el monte, brillan los cerros durmientes. A lo lejos los niños cantan, nosotros brincando, gritando, jugando también cantamos:
“…doña Ana no está aquí,
estará en su vergel
abriendo la rosa y cerrando el clavel…”
La gente duerme en el suelo sobre sacos de henequén; por techo el cielo y los candiles las estrellas: acaso como los ojos de nuestros antiguos dioses que aún nos vigilan desde su prisión celestial. Los niños de brazos están llorando y los adultos tosiendo; acecha el paludismo que llega con los zancudos, los alacranes y las hormigas guerreras. Enero enfría la noche que cubierta de rocío y reservada se prolonga…en el silencio, entre rumores de hojas secas, se desplazan las serpientes.
Algunos, pocos, cantan sentados en viejos maderos en el centro de la Hacienda y la guitarra suena con acordes de nostalgia: a veces lastimeros, a veces de amor y de esperanza. Es allí, con ellos, cuando es momento propicio para contar las historias de los antiguos abuelos, aquello que nos fue prohibido escribir, lo que fuimos obligados a ocultar. Y surgen de repente las princesas encantadas, los príncipes valientes, las tierras lejanas y los amores imposibles. La magia reposa suavemente sus alas sobre los ranchos. La esencia pura del sentimiento cultural Náhuatl se siente, se duele, se respira y se mira en la brisa de la noche que trae murmullos de quebrada y antiguas ceibas sagradas y flores del añejo Amate brotando a medianoche.
Más allá, en el monte, los coyotes aúllan con alaridos de muerte y un miedo al demonio invade el ambiente. Es seguro que en la cañada la Sihuanaba lava su ropa golpeando las piedras con sus tetas grandes, el Caballo Negro con su jinete de espuelas doradas echando fuego por los ojos no tardará en llegar, dicen que éste es el antiguo señor de estas tierras. En la puerta principal de la Hacienda se detendrá echando chispas de sus ojos rojos ¡benditas sean las ánimas del purgatorio! y después bajará la Carreta Embrujada y la Mujer Llorona ¡pobrecita! dicen que es una antigua princesa de estas tierras que llora angustiada la pérdida de su hijo. Gritos y aullidos aquí, luces extrañas allá, por el riachuelo; carcajadas en el peñasco, tigrillos con ojos en llamas, lagartos con dientes de oro, sombras que espantan caballos, lechuzas que anuncian maldades; todo se vuelve temor y la noche sigue...Así era mi patria. Así era hasta ese día en que mi papá nos anunció que el patrón se largaba porque había empezado la Guerra, que los legítimos dueños venían con el corazón y el fusil en la mano decididos a recuperar su tierra: Esta tierra.
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